Hace días
llovía con fuerza en el centro de Maracay. Eran apenas las 06:30 AM y la
entrada de mi trabajo eran a las 08:00 AM. Sin nada que hacer, empecé a caminar
por la AV. Bolívar. Busqué alguna excusa para seguir caminando y recordé que
tenía que comprar unas películas.
Y así fue, media hora más tarde, me despedía del vendedor con un apretón de manos, mientras que con la otra mano sostenía una bolsa llena de películas. Ya eran las 07:00 AM, esquivé un charco y, sin rumbo alguno, me di un paseo por la plaza Girardot, la cual es mi plaza favorita. Mis zapatos estaban mojadísimos y notaba cómo las medias se abombaban. Las botas del pantalón se volvieron pesadas y la sensación de frio y humedad se extendía por todo mi cuerpo, pero no le paré bola.
Ya eran a las 07:25 AM. Sentado en unas de las bancas que están por toda la plaza, me encendí un cigarro, me puse la capucha y me dediqué a observar cómo la gente en la plaza corría por lluvia, como si les doliera o algo. Locos.
Entre la miradera y la vaina, me pareció ver a un amigo de la infancia que, como yo, permanecía impertérrito bajo el palo e’ agua. Juan José, creí recordar. Un buen chico. Siempre frágil, cómo si fuera a romperse de un chicote o un balonazo. Así le recordaba yo cuando entre los dos debíamos sumar una docena de años. Un chico pelón, de voz algo chillona y quebradiza. Un chamín de cristal, en otras palabras. Siempre me acuerdo cuando Juan José corría en el recreo, se asemejaba a un potro recién nacido. Todo inseguro, calibrando por primera vez la mágica relación entre sus patas y el suelo. Sí, era Juan José, no había duda. Un chamín sensible que no inspiraba más que ternura. Ternura y compasión; todavía parecía llevar en la cara esa mueca de sumisa tristeza, de sufrimiento silencioso, de “Suffering, so much suffering”, como si el mundo pesara sobre sus hombros más de lo habitual y hasta el más mínimo gesto delatara un espíritu doblegado por la vida. En ése momento recordé que Juan José había perdido a su papá hace añales, cuando todavía estudiaba con el. Desde donde yo estaba me parecía que en realidad no esperaba a nadie, o que quizás, esperaba a su padre aparecer entre la multitud de repente, cargado con bolsas de regalos.
Giró un pelo la cabeza y yo, que estaba a unos treinta metros de distancia, volteé la cabeza a un árbol para no ser descubierto. Disimulé con el celular un poco. Al cabo de unos 2 minutos, visualizo de nuevo a mi pobre amigo y descubro ya no se encontraba en donde estaba. Me puse como loco a buscarlo, no lo encontraba, hasta que por fin lo encontré: estaba en la entrada de plaza, sólo, inmóvil, empapado bajo una fina lluvia que azotaba de lado.
En ése preciso momento, algo me pasó. Me dio algo. Un sentimiento de pena, culpabilidad y vergüenza por no ser capaz de acercarme a él y, sencillamente, saludarlo. Quizás ese saludo pudiera alegrarle un poco el día. Además, no tenía nada que hacer.
Lancé la colilla con cierto grado de genialidad lo más lejos que pude y comencé a acercarme a él. Cuando me encontraba a unos 10 pasos de mi objetivo, éste empezó a reírse de forma muy simpática. Antes de que me diera cuenta, Juan José estaba dando un tímido pero intenso abrazo a una chica. Ella le dio un besito e inmediatamente después abrió un enorme paraguas con el logo Tommy Hilfiger. Entrecruzaron algunas palabras y sonrisas y se alejaron agarrados de la mano, cobijados bajo la enorme tela de aquel paraguas. Así es cómo Juan José y yo nos cruzamos; él sin verme, yo sin mirarle.
Todavía algo confuso por el inesperado desenlace, la inercia de mis pasos se fue ralentizando y finalmente me detuve por casualidad en el mismo punto donde mi viejo amigo pelón había estado parado. Me encorvé y fruncí el ceño, mientras me recriminaba mentalmente las ridículas ideas, tan erróneas y precipitadas, que había creado de la nada. Bajé la mirada y miré el reloj. Eran las 08:05 AM.
Empapado, inmóvil, sólo y algo retrasado.
Y así fue, media hora más tarde, me despedía del vendedor con un apretón de manos, mientras que con la otra mano sostenía una bolsa llena de películas. Ya eran las 07:00 AM, esquivé un charco y, sin rumbo alguno, me di un paseo por la plaza Girardot, la cual es mi plaza favorita. Mis zapatos estaban mojadísimos y notaba cómo las medias se abombaban. Las botas del pantalón se volvieron pesadas y la sensación de frio y humedad se extendía por todo mi cuerpo, pero no le paré bola.
Ya eran a las 07:25 AM. Sentado en unas de las bancas que están por toda la plaza, me encendí un cigarro, me puse la capucha y me dediqué a observar cómo la gente en la plaza corría por lluvia, como si les doliera o algo. Locos.
Entre la miradera y la vaina, me pareció ver a un amigo de la infancia que, como yo, permanecía impertérrito bajo el palo e’ agua. Juan José, creí recordar. Un buen chico. Siempre frágil, cómo si fuera a romperse de un chicote o un balonazo. Así le recordaba yo cuando entre los dos debíamos sumar una docena de años. Un chico pelón, de voz algo chillona y quebradiza. Un chamín de cristal, en otras palabras. Siempre me acuerdo cuando Juan José corría en el recreo, se asemejaba a un potro recién nacido. Todo inseguro, calibrando por primera vez la mágica relación entre sus patas y el suelo. Sí, era Juan José, no había duda. Un chamín sensible que no inspiraba más que ternura. Ternura y compasión; todavía parecía llevar en la cara esa mueca de sumisa tristeza, de sufrimiento silencioso, de “Suffering, so much suffering”, como si el mundo pesara sobre sus hombros más de lo habitual y hasta el más mínimo gesto delatara un espíritu doblegado por la vida. En ése momento recordé que Juan José había perdido a su papá hace añales, cuando todavía estudiaba con el. Desde donde yo estaba me parecía que en realidad no esperaba a nadie, o que quizás, esperaba a su padre aparecer entre la multitud de repente, cargado con bolsas de regalos.
Giró un pelo la cabeza y yo, que estaba a unos treinta metros de distancia, volteé la cabeza a un árbol para no ser descubierto. Disimulé con el celular un poco. Al cabo de unos 2 minutos, visualizo de nuevo a mi pobre amigo y descubro ya no se encontraba en donde estaba. Me puse como loco a buscarlo, no lo encontraba, hasta que por fin lo encontré: estaba en la entrada de plaza, sólo, inmóvil, empapado bajo una fina lluvia que azotaba de lado.
En ése preciso momento, algo me pasó. Me dio algo. Un sentimiento de pena, culpabilidad y vergüenza por no ser capaz de acercarme a él y, sencillamente, saludarlo. Quizás ese saludo pudiera alegrarle un poco el día. Además, no tenía nada que hacer.
Lancé la colilla con cierto grado de genialidad lo más lejos que pude y comencé a acercarme a él. Cuando me encontraba a unos 10 pasos de mi objetivo, éste empezó a reírse de forma muy simpática. Antes de que me diera cuenta, Juan José estaba dando un tímido pero intenso abrazo a una chica. Ella le dio un besito e inmediatamente después abrió un enorme paraguas con el logo Tommy Hilfiger. Entrecruzaron algunas palabras y sonrisas y se alejaron agarrados de la mano, cobijados bajo la enorme tela de aquel paraguas. Así es cómo Juan José y yo nos cruzamos; él sin verme, yo sin mirarle.
Todavía algo confuso por el inesperado desenlace, la inercia de mis pasos se fue ralentizando y finalmente me detuve por casualidad en el mismo punto donde mi viejo amigo pelón había estado parado. Me encorvé y fruncí el ceño, mientras me recriminaba mentalmente las ridículas ideas, tan erróneas y precipitadas, que había creado de la nada. Bajé la mirada y miré el reloj. Eran las 08:05 AM.
Empapado, inmóvil, sólo y algo retrasado.
Finísimo.
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